26.4.16

La teoría Pantone. Parte primera.


        “No pega”. La frase era simple y corta, pero viniendo de su boca podía joderte la tarde en segundo y medio si no eras capaz de contraatacar con algo convincente.

        -Es la intención. Está todo muy visto, ya nada sorprende- vamos, déjalo así-. Es justo lo que necesita esta casa, vibrar.

       -¿Vibrar? Joder, lo has conseguido, parece un puto vibrador . No me gusta. Arréglalo.

      Eso suponía un día sin salir del estudio, más otros dos para las devoluciones y colocar los nuevos muebles. Cabrón. Una vez resignado, lo mejor era empezar cuanto antes, así que me serví un café largo y volví a mi despacho a buscar los planos de la casa en el Mac. No sé quién había sido el gracioso, pero no estaban. Borrados. Cuatro nuevas carpetas en el escritorio era todo lo que se podía ver, o lo que no, porque las cuatro tenían contraseña de acceso. Golpeé la mesa y me desahogué a base de palabrotas hasta que me di cuenta de que ése no era mi portátil, el mío lo había dejado en el despacho de Braus. Miré por el cristal y allí estaba, en uno de los asientos junto a su mesa. Entré sin llamar, algo habitual cuando le interrumpía para escaquearnos, sin darle oportunidad de respuesta.

       -Tío estoy currando, no toques la vaina.

       -Vengo a por el portátil- me incliné hacia su cabeza y bajé la voz- Alguien se ha dejado el suyo en mi mesa.

       - Y a mí que coño me importa.

       Pues vale. Estaba claro que el cerdo al que llamábamos jefe se había despachado también con él. Volví a mi mesa y me puse a trabajar; pensé en darme una vuelta por la oficina en busca de su dueño, pero fue un pensamiento fugaz, tenía demasiado que hacer. Ya vendrían a por él.
       Cuando levanté los ojos del nuevo diseño era casi media noche. Eché una mirada rápida al Mac de las carpetas que seguía sobre mi escritorio. No había caído en el hecho de que alguien había estado aquí haciendo a saber qué. Revisé los cajones por si faltaba algo, pero qué iba a faltar… Solo guardaba rotuladores de colores, el estuche de rotrings, chicles, filtros de cigarrillos y algún preservativo. Por encima de la mesa tenía esparcidos los bocetos del proyecto actual y poco más, nada que valiera la pena robar o urgar. Empecé a plantearme la posibilidad de que el ordenador olvidado era para mí, aunque esa teoría resultaba aún más surrealista.

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